Fuerte
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Fuerte

Updated: Apr 27, 2021

El veintiocho de enero del año diecinueve


Esto era el colmo. Él no había hecho nada esta vez. Igual lo tenían en el calabozo. No había venido a la capital para esto. No entendía ni por qué lo habían encerrado. La última vez fue porque casi lo matan. Los españoles no necesitaban excusa para caerle encima a un criollo (1). Esta vez se habían pasado de la raya. El castigo siempre era para él, no importaba quién hubiera tirado el primer golpe. El desprecio que le tenían no era merecido, pero era de esperarse.


— Se quejan de las horas largas, los meses sin paga, el hambre, el calor, la humedad...siempre dicen lo mismo. Ellos no quieren estar aquí.— Pensaba. — Pero tampoco quieren a un isleño haciendo su trabajo (2). Si fueran listos nos dejaban quietos y ellos se podían quedar en su jodía península tranquilos.


Todavía le dolía el codo de la última golpiza. De cierta manera agradecía la penitencia. En la celda, por lo menos, estaba seguro. Esta vez no sabía la razón. Lo habían llamado durante el desayuno y lo habían apresado. El dominico estaba allí ese día. Fray Carrión...eso era. Tenía que ser eso. Había visto a su hermano, el sargento Carrión, arrastrando algo. Bueno, no él, pero guiaba a dos caballos que arrastraban una carreta con una carga cubierta con una manta. Parecía otro caballo, pero muerto. No parecía nada en realidad, solo que por el tamaño, eso era lo que se le ocurría. Pero, ¿por qué andaría por la ciudad con eso? Tenía que ser algo de suma importancia, algo que nadie debía ver. Le había tocado la mala pata de estar de guardia esa noche.


En todo caso a él no le importaba. Había salido del Llanito (3) dispuesto a servir a la Corona. Cualquier cosa tenía que ser mejor que aquellos pantanos del Poblado (4). Quería estar lo más lejos posible del Argentino (5) y sus matones. Para eso tenía que estar lejos del sur de la isla. Cuando llegó el llamado para reclutas criollos, él no lo pensó dos veces. Él no había nacido para ser pescador. En fin, le habían vendido una mentira. Los criollos no eran bienvenidos allí. Tenían que llenar una cuota. En España se habían llevado un susto con el ataque de Drake. En lo que llegaban más refuerzos, tenían que resolver. Era un gesto para calmar a la Corona más que nada. Allí en el Puerto Rico, no tenían ninguna intención de aceptar a los criollos en sus rangos. La mayor parte del tiempo, no eran más que siervos disfrazados de soldados. Y, a veces, ni eso. Por lo menos en el Llanito no le partían la cara. Tal vez allí lo querían muerto, pero no le partían la cara. El Argentino protegía a sus deudores hasta que llegaba el día de cobro. Y para él, ese día había llegado, y había pasado. Escapó la muerte certera y rápida en el Llanito, para vivir una vida insegura y dolorosa entre los rangos españoles de la capital.


Llevaba días en aquel calabozo. El cubo se estaba llenando. Sus pensamientos lo atormentaban. El olor a mierda lo ahogaba. El calor y la humedad no ayudaban. Cada vez que lo encerraban era peor. Los dolores que padecía en las coyunturas se sumaban. A veces pasaba semanas sin hablar con otro ser humano, fuera del guardia que le traía su comida o el grito ocasional de algún prisionero en sus últimos estragos de sanidad. Los españoles eran el diablo. El mismo diablo. Torturaban su cuerpo o torturaban su mente. Pero de una manera u otra, encontraban como torturar. Hoy su mente estaba más callada de lo usual. El día anterior había sido un infierno. Pero no pudo encontrar cómo acabar con su vida. El fuerte también estaba más callado de lo usual. Tal vez ya habían fusilado al loco de al lado. Quedaba él. Quedaban más prisioneros, claro. Pero el de al lado era el que gritaba, aparte de él. Menos distracciones significaban más pensamientos. Y no habían traído comida. Se suponía que hoy lo soltaran. Trataría de dormir. Tal vez así no le dolería tanto el estómago vacío y la mente abarrotada.



El pan lo despertó. Le picaba el pelo, le ardían los ojos. Necesitaba un baño. Los españoles no eran tan limpios. A lo mejor en Europa no sudaban. Pero acá sí. En todo caso, le habían arrojado un pedazo de pan. Así que tenía comida.


— Gracias,— dijo, agarrando el pan de casabe en sus dos manos, como un mendigo. Una vez no dijo gracias, y le arrebataron el pan de las manos.


— Come en silencio, rata. — Le dijo el guardia, Lope Puccio. ¿Cómo terminó aquel italiano allí? Él no tenía idea. Solo sabía que era un hijo de puta. En otra ocasión pasó cinco días encarcelado por llamarle Prepucio, luego de que el sucio le escupiera en la cara así porque sí.


Ese pan posiblemente sería su único alimento hasta que saliera de allí. Si es que salía esta vez. Ya sabía que no sería hoy. Lo escondió debajo de una frisa. No le daban almohada, pero le daban una frisa, que en aquel horno sin ventanas de nada le servía. Los españoles seguían diciendo que era invierno. Sería enero, pero invierno no era. Es más, hacía un calor descomunal en aquella celda. Pero nada, trataría de dormir. Todavía podía esperar un poco para comer. Así el pan le rendiría más.



De la primera no supo lo que lo despertó. Solo supo que sonó duro. Con el segundo golpe comprendió que no fue un sueño. La tierra tembló. La estructura que lo rodeaba tronó.


— ¡Piratas!— gritó algún prisionero en aquel largo pasillo.


¿Piratas? Pero, ¿de dónde venían los cañonazos? No esto era otra cosa. Además, no podía haber pasado tanto tiempo. Faltaban más de dos semanas para que rellenaran el Cofre de las Tres Llaves (6) con el situado. Hasta ese entonces, un pirata no tenía nada que buscar en aquella isleta, excepto deudas. Todo allí corría con deudas. Pero callado, porque si alguien se enteraba que él tenía conocimiento del Cofre, de seguro lo fusilaban, acusado de piratería, o algo por el estilo. Si te iban a acusar de pirata, era mejor haberlo sido. Y, desgraciadamente, él no había disfrutado de esa vida. El truco era estar informado para sobrevivir, y a la misma vez que nadie supiera que estaba informado, también para sobrevivir.


Sobrevivir...era tiempo de comer. Ya no podía más. El pan tenía un mordisco ya...de alguna rata sería. Claudia, a lo mejor. Está bien, las ratas también tenían que comer. Igual, era lo que había. Casi se ahogó con el primer pedazo. La tierra tembló, esta vez más fuerte. Escuchaba la gritería. Para que se escucharan en aquel calabozo los gritos, tenía que ser algo serio. ¿De qué dirección venía? Había algo raro.


Todo sonaba. Escuchaba el tintineo de las goznes y las cerraduras, el ronroneo de las paredes y los ladrillos, y el clanclaneo de las rejas y los hierros. Pero había otros que no reconocía. Caía polvo del techo. Algo chocaba y luego colapsaba. Pero era el mismo ruido. Y entonces alguien gritaba. Pero era la misma voz. Cada vez era más fuerte. Y fue así hasta que paró. Escuchaba los gritos de los otros prisioneros. El pánico se regó por todo el piso. Él era el único militar allí. Él era el único que no sentía miedo. Ignorantes todos. Ya se había detenido. Para qué gritar ahora. Igual, probablemente estaban en el lugar más seguro de toda la isleta. Allí adentro esquivaban una muerte rápida. Afuera estarían a salvo de una muerte lenta. Tal vez lo esperaba ese sufrimiento. Por lo menos lo esperaba algo. Allí adentro, en aquella jaula, vivía con miedo. Pero, por alguna razón, ahora sentía un poco de calma. Llevaba mucho tiempo encerrado, prefería no esperar más. Si los piratas terminaban con el lugar, ¿qué sería de él? Si es que eran piratas. Si el castillo del Morro caía, si la ciudad se quemaba, si aquel calabozo quedaba intacto, ¿qué sería de él?


— ¡Cállense ya, gallinas!— gritó. Pero no hizo ninguna diferencia. ¿Para qué gritaban? El pánico a su alrededor lo desconcertaba.


Entonces regresó el ruido. No eran ladrillos, ni hierro, ni prisioneros, ni piratas. Era algo más. Algo rugía. Algo chocaba. La tierra se sacudía. No venía de afuera. Venía de afuera de la celda. Pero no de afuera del castillo. No podía ser un barco. No eran escopetas. No eran hombres. Sonaba más como un depredador. Eso es lo que escuchaba. Sentía vida en los sonidos, y furia en la insistencia. Le recordaba a los perros que usaban para cazar taínos. Pero aquel bramido era como una queja, lleno de dolor. La tierra tembló de nuevo. Él cayó de espaldas. Se desprendió polvo del techo. El cubo se viró. El polvo del techo se encargó de tapar la mierda, pero la peste no. Los gritos de sus vecinos ahora se llenaban de desespero. No era un ataque. Tal vez había esperanza. ¿Esperanza de qué? Ojalá fuera un ataque. Ojalá alguien sacara a los españoles de allí. Ya los ruidos y el movimiento de la tierra se convertían en un patrón, pero entonces algo colapsó. Algo cerca. Un peñón del techo en el pasillo. Se intentó parar, pero no pudo. El calabozo completo estaba temblando. La bestia continuaba rugiendo. Ahora lo reconocía. Venía desde abajo. El polvo corrió por el túnel, seguido por una nube. Empezaron a caer más pedazos de la estructura. Escuchó un grito familiar de una celda vecina.


— Tito, bendito.— Pensó. Otro criollo. Ese vendía yuca por las calles. No sabía por qué lo habían arrestado.


Su celda se llenaba con la nube de polvo. Sentía las piedritas cayendo del techo. Detrás suyo sólo había una pared de piedra. Ni siquiera una ventanilla. La nube se quedaba ahí con él. Ni el polvo podía escaparse de allí. Sus ojos parpadeaban y brotaban lágrimas en contra de su voluntad. Ver ardìa. No podía casi abrir los ojos, y cuando los abría lo que veía era polvo. Sus párpados, sus ojos, en realidad todo le temblaba por dentro.

Se acercaba el tintín de un metal chocando. Un metal pequeño, chocando rápido con más metal. Llaves. Algún español gritaba. No reconocía las palabras desde lejos, pero aquel acento seco lo distinguía fácilmente. Por los pasos sabía que eran dos pares de pies, dos hombres. Uno murió con el próximo terremoto, porque gritó una última vez, y después sonaba solo un par. Él se había pegado del muro trasero de su celda. Ahora sí sentía miedo. A través de la nube, en un breve abrir y cerrar de ojos, vio la silueta del segundo soldado. Cada vez aquel lugar se sacudía con más violencia y con más frecuencia. Las otras celdas crujían al romperse y colapsar. Escuchaba los gemidos de sus vecinos aplastados. El rugido de la bestia era ensordecedor. Por un instante ni vio, ni escuchó nada. Todo su cuerpo vibró por dentro. Sintió que se desaparecía. Y cuando abrió los ojos y no vio nada, excepto gris, pensó que ya no estaba. Pero entonces vio formas y supo que sí estaba. Seguía allí adentro. Ayer se había querido suicidar. Y hoy temía por su vida.


Se arrastró por el piso, porque no sabía con qué se tropezaría. Habían piedras por todo aquello. El techo se había caído. Ahora temblaba menos. Al parecer su celda sería la última. El peso del techo había doblado la reja. La puerta de la celda estaba abierta. Sintió un cuerpo en el pasillo. Tenía uniforme. Buscó la identificación. Lope Puccio, ese hijo de puta, qué bueno que era él.


Siguió arrastrándose por el piso. Y qué bueno que lo hizo, porque pronto se topó con un hueco. Pequeño, pero suficiente para caerse por ahí. Se asomó como pudo y vio una gran cueva, iluminada por fuego. Abajo, en la cueva, podía ver al Fray Carrión, el dominico, exhausto, horrorizado por algo, su sotana llena de fango y sangre. El suelo tembló una última vez, y vio al fraile saltar y retroceder. Entonces el hombre de Dios miró hacia arriba. Fue solo un segundo, pero él supo que fue visto. Se rodó hacia el lado. Lo que sea que fuera, ya había parado.


Continuó gateando por el piso. No se dio cuenta que estaba subiendo la cuesta del túnel, porque todo le dolía y no le podía prestar atención a más nada. Solo sabía que se estaba moviendo. No importaba la dirección. Andaba como en un trance. Pero eventualmente vio la luz del sol y se levantó. Caminó aturdido, cruzando la plaza del Morro. No sabía a dónde iba. En realidad casi no percibía nada. Llevaba días en la oscuridad de aquel calabozo. La luz cegadora del día le impedía reconocer mucho. Veía formas en movimiento ajetreado. Eso era todo. Cundía el pánico en la plaza del fuerte. Que bregaran ellos.


Sus manos estaban negras, sus brazos también. De seguro su cara estaba igual. Tal vez por eso nadie lo detenía. ¿Dónde estaban sus mangas? ¿Dónde estaba su camisa? Estaba todo negro. Por eso nadie lo detenía. No le reconocían la cara. Se limpió la sangre del ojo y siguió caminando. Salió del Castillo del Morro como si nada.


Nadie lo detuvo al cruzar el campo del Morro. Los soldados corrían al fuerte con urgencia a socorrer a sus compatriotas. A él ni lo miraron. La vista se le esclarecía un poco. El resto de la ciudad se movía como si nada. Todo seguía igual. No había destrucción. No había pánico, excepto por algunos vecinos chismosos que se detenían a mirar el castillo con curiosidad. Afuera del Morro no había pasado nada.


Ya al final del campo, a la izquierda podía ver a los negros construyendo más muralla, y otros caminaban a laborar en la construcción del fortín de San Cristóbal. No entendía ni para qué construían más defensas. Eso solo los defendería de lo que estaba afuera, pero no de lo que estaba adentro. Solo había una manera de protegerse. Cruzó el barrio de Ballajá, el convento de los dominicos y la iglesia. Siguió caminando por la calle del Cristo, y cuando llegó a la Catedral, viró a la derecha.


Solo había una manera de ser libre. No regresaría a aquel calabozo jamás. No regresaría a aquella maldita isleta. La puerta de la ciudad estaba abierta y por allí mismo salió y se montó en una piragua de vela en dirección a cualquier barco en la bahía. No lo obligaron a bajarse, así que supuso que estaba en alguna nave del ejército. Tenía la identificación del italiano. Con eso podría abordar cualquier barco. Con el revuelo en el fuerte, cualquier excusa bastaría. Y si eso no le funcionaba, sería un polizón. Ya no le quedaban más opciones. Diría lo que fuera, haría lo que fuera, iría a donde fuera, después de que no fuera San Juan Bautista. Lo que fuera, con tal de estar afuera. Adentro ya no le quedaba nada que buscar.


 

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