“... enseñaron y amaestraron… perros bravísimos que, en viendo un indio, hacían pedazos en un credo…”
-Bartolomé de las Casas,
Brevísima relación de la destrucción de las Indias
1513
Mi manada refleja el sol y huele a sudor. Escucho su rabia y su miedo palpitando. Son más grandes que yo y caminan en dos patas. Pero somos una sola manada.
Se acercan los otros. No son de los míos. Son difíciles de ver. Se cubren la piel con algo que los esconde. Huelen a flores y comida.
Mi amigo no está. Cuando lo veo, mi cola se mueve. Yo lo protejo y él me protege. Me dice “buen perro”. Hace días que mi cola no se mueve. Me confió a Sancho y su manada. Me toca protegerlos. Me necesitan.
Escucho los pasos de los otros. Las hojas suenan al ritmo del viento. Ellos lo rompen. Mi manada no los oye. Es importante avisarles. Apunto mis oídos al sonido. Mi boca se babea. Gruño.
Los objetos de mi manada se sacuden. Palos que truenan, botan humo y huelen a fuego.
Conozco los ladridos de mi manada. “No”, “ataca”, “buen perro”. El enemigo ladra distinto. Ya los escucho.
Tengo que proteger a los míos. Sus objetos no muerden como yo. Son ruidosos y pocas veces tocan al enemigo.
Los otros tienen objetos veloces y silenciosos. Sus mordidas vuelan y se entierran en los cuerpos. Duermen a mis amigos y luego no despiertan.
—¡Alerta! —ladra Sancho. —¡Indios a la vista!
Estoy listo. Intento avanzar. El cuello me detiene. No entiendo el poder de los altos. Me ahorca y me suelta cuando ellos quieren.
Lo más importante es defenderlos. Ellos nunca me harían daño, o mi amigo no me hubiera dejado con ellos.
Cuando era pequeño, mi familia se parecía a mí. Ladraban y olían como yo. Luego crucé agua salada, sobre un suelo que tambaleaba. No volví a ver a mi familia.
—¡Becerrillo! -— ladra Sancho. —¡Ataca!
Ese soy yo. Los palos truenan. Duele en mis orejas. Ladro como los truenos. Escupo. El enemigo aúlla. Lo huelo cerca.
Mi cuello se libera. La grama es suave bajo mis garras. Corro entre truenos y ladridos. Palpita la rabia y el miedo. Huele a fuego y carne. Huele a flores. Tengo hambre.
Agarro a uno entre mis dientes. Su cuerpo cae. Aúlla. Tengo una parte suya en mi boca. Muerdo y trago. Escupo el resto.
Otro cae ante mis garras y no se vuelve a levantar. Saboreo el jugo de su interior. Los demás corren. Son lentos. Yo los alcanzo.
Todos caen.
Huelo agua salada. Ya no hay grama, solo arena caliente.
Otro huye. Palpita miedo. Se lanza al agua. La presa es mía. Nado. Lo que tapa su piel embarra el agua. Huele a flores.
Con su piel descubierta, lo puedo ver. Es como mis amigos. Ninguno es como yo, pero soy uno de ellos.
No importa. No es de mi manada.
Me duele. Grito. Hay algo enterrado en mi costado. Ya no puedo mover mis patas. La presa se escapa. No puedo respirar. Trato de avanzar. No puedo proteger a mi manada.
No puedo respirar.
Huelo mi sangre.
Tengo miedo.
Trago agua.
Me hundo.
Me duele.
No veo.
Arde.
¿Dónde está mi amigo? Él siempre viene. Él me cuidaría. Extraño su voz y su olor. Quiero que me sobe. Quiero dormir con él en nuestra cueva. Quiero despertarlo con mi lengua en su cachete. Quiero que me dé comida por la mañana. Quiero correr con él por los bosques. Quiero mover mi cola. Quiero saber si fui un buen perro.
Para leer la verdadera historia que inspiró este cuento pueden leer nuestro artículo Becerrillo, la bestia.
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